Arabia Saudí, Corea del Norte, Eritrea, Siria, Afganistán y Venezuela comparten con Cuba los últimos lugares en la lista de países como regímenes autoritarios. Cuba permanece entre los países menos democráticos del mundo debido al régimen dictatorial de Miguel Díaz-Canel, según el Estado Global de la Democracia 2023, presentado este jueves en Estocolmo por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA).
Los datos aportados por IDEA muestran a la isla al final de las listas junto a con regímenes autoritarios como Arabia Saudí, Corea del Norte, Eritrea, Siria, Afganistán y Venezuela
En esta oportunidad, IDEA dividió el análisis en categorías, en lugar de clasificar los regímenes sobre una base general, así se detalla que en Cuba no existe la participación política libre y pública. Ocupando el puesto 165.
Debido a la dictadura que rige a Cuba, la lista incluye a la dictadura en el renglón 149 midiendo la representatividad gubernamental, en derechos humanos está en el puesto 144 y en Estado de derecho en el 151.
El Instituto IDEA afirma que Cuba “exhibe un bajo desempeño en todas las categorías” del Estado Global de la Democracia, “ya que no celebra elecciones competitivas multipartidistas y limita las libertades civiles”.
En el informe advirtió además que “la esperanza de vida y el bienestar han disminuido, mientras la emigración está a niveles no vistos desde los años sesenta”.
Kevin Casas-Zamora, secretario general de IDEA, recordó que la democracia “no es una construcción occidental, impuesta al resto del mundo por las potencias”, sino “un logro de la humanidad… Es vital que protejamos los valores que todavía nos unen a todos, en esta búsqueda común de la dignidad humana. Es urgente que protejamos estas aspiraciones comunes, para que no sean arrastradas por los vientos huracanados del conflicto geopolítico”, afirmó.
Los países menos democráticos del mundo se caracterizan por regímenes autoritarios, que a menudo tienen muchas caras. Pueden ser de partido, unipersonales, militares, de Gobiernos que concentraron el poder o estar marcados por la guerra. La mayoría están África subsahariana, pero los más cerrados, como el norcoreano, están en Asia
Más de un tercio de la población mundial vive bajo regímenes autoritarios. Son 59 países donde no se respetan las libertades, ni hay separación de poderes, los Gobiernos no son democráticos, hay poca o nula libertad de prensa y la cultura política es escasa o está aplastada. Hay veintiuno en África subsahariana, dieciocho en Oriente Próximo y el norte de África, catorce en Asia, cuatro en América Latina y el Caribe (Cuba, Nicaragua, Venezuela y Haití, como Estado colapsado) y dos en Europa (Rusia y Bielorrusia).
Los anteriores son datos del índice de democracia de Economist Intelligence Unit, compañía asociada a The Economist. Esta evaluación anual del estado de la democracia clasifica 167 países a partir de cinco categorías que califica de cero a diez: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del Ejecutivo, participación política, cultura política y libertades civiles. Con estos criterios, los divide en cuatro tipos de regímenes: regímenes autoritarios, regímenes híbridos, democracias defectuosas y democracias plenas.
Estos son los diez países menos democráticos del mundo según el informe «Democracy Index 2023» sobre 2023:
1. Afganistán (0,3/10).
Con la retirada de las tropas estadounidenses en 2021, los talibanes retomaron el poder en el país, ahora llamado Emirato Islámico de Afganistán. El régimen talibán se ha impuesto especialmente sobre los derechos de las mujeres. Según ha denunciado Amnistía Internacional, les vetó el acceso a la educación, limitó su trabajo al hogar, les obliga a ir cubiertas de pies a cabeza, cerró los salones de belleza donde socializaban y les prohibió salir de casa sin un familiar hombre, entre otras medidas.
2. Myanmar (0,8/10).
El golpe de Estado en 2021 contra Aung San Suu Kyi instauró en el poder a una junta militar encabezada por Min Aung Hlaing. Desde entonces, la dictadura birmana ha violado sistemáticamente los derechos humanos y ha mantenido el apartheid de su antecesora contra la población rohinyá, según recoge Human Rights Watch. Entretanto, el país ha continuado su historial de inestabilidad, en este caso con el Ejército reprimiendo a la población y a los grupos armados opositores.
3. Corea del Norte (1,1/10).
El régimen norcoreano ha controlado y reprimido a la población a partir del fin de la guerra de Corea en 1953. Desde diciembre de 2011 lo encabeza Kim Jong-un, hijo y nieto de los líderes supremos anteriores, Kim Jong-il y Kim Il-sung. El país también se ha mantenido aislado y hermético a nivel internacional. Las medidas restrictivas aumentaron todavía más a raíz de la pandemia de la covid-19, mientras que el Gobierno prioriza el desarrollo de armamento como misiles balísticos.
4. República Centroafricana (1,2/10).
La población de este país no vive bajo una dictadura, sino de la guerra entre el Ejército y la coalición rebelde Seleka desde 2012. Hasta ahora ha dejado miles de muertos, más de un millón de desplazados y un territorio fragmentado. El presidente Faustin-Archange Touadéra, en el cargo desde 2016, ya no cuenta con el apoyo militar francés sino con mercenarios rusos, que según la Comisión de Derechos Humanos de las ONU también han cometido violaciones de derechos humanos.
5. Siria (1,4/10).
l régimen de Bashar al Asad se ha consolidado durante la guerra civil siria contra los grupos rebeldes, Dáesh y los kurdos, que ha provocado la mayor crisis de refugiados del mundo. También se ha vuelto un narco-Estado con la exportación de captagón liderada por familiares del dictador. Esta doble fortaleza acercó a Siria para negociar su reingreso a la Liga Árabe con los países de la región a cambio de reducir el tráfico de captagón, que sin embargo se ha mantenido junto con la represión interna.
6. Turkmenistán (1,7/10).
El Gobierno turkmeno es el más totalitario de Asia Central y encabeza “uno de los regímenes más herméticos, cerrados y autoritarios del mundo”, recoge el informe de The Economist. Saparmurat Niyázov lideró el país desde 1985, durante los últimos años de la Unión Soviética, hasta su muerte en 2006. El testigo lo tomó Gurbangulí Berdimujamédov, que impuso el culto a su personalidad, igual que su antecesor. En 2022 le heredó el poder a su hijo Serdar, quien ha sostenido la mano dura.
7. Chad (1,7/10).
Mahamat Déby Itno gobierna este país del Sahel desde 2021. El Ejército dio un autogolpe para posesionarlo tras la muerte en combate de su padre, el dictador Idriss Déby, contra los rebeldes del norte. Con la dinastía familiar aislada ante la ola golpista en la región, el informe resalta que “al menos cincuenta personas fueron detenidas en vísperas de un referéndum constitucional en diciembre de 2023, mientras el Gobierno militar intentaba debilitar a la oposición”. También con “cortes de internet”.
8. República Democrática del Congo (1,7/10).
La historia de este país ha estado marcada por los conflictos armados internos y la “maldición de los recursos”. La posesión de minerales clave para el desarrollo económico y tecnológico, como el cobalto para los móviles, ha propiciado junto con Gobiernos corruptos y empresas y potencias extranjeras una economía extractiva que no respeta los derechos humanos. El presidente Félix Tshisekedi fue reelegido en 2023 entre acusaciones de fraude y censura.
9. Laos (1,7/10).
La República Popular de Laos se proclamó en 1975 y desde entonces el Partido Popular Revolucionario mantiene el monopolio del poder, ratificado en la Constitución de 1991. Se trata de un sistema de gobierno unitario que ha dado paso a un capitalismo de Estado. De acuerdo con el Departamento de Estado estadounidense, los abusos del régimen laosiano han ido desde la propia concentración del poder hasta la detención arbitraria y la falta de libertad de expresión y de asociación.
10. Sudán (1,8/10).
El índice de democracia incluye a este país en la región de Oriente Próximo y el norte de África, donde fue el que más retrocedió respecto a 2022. El estallido de una nueva guerra civil en 2023, en este caso entre las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Apoyo Rápido paramilitares, “ha puesto en peligro las esperanzas de una transición democrática tras el derrocamiento en 2019 del exdictador Omar al Bashir aún más lejos de su alcance”, destaca el informe. Más aún con la cancelación de las elecciones de julio.
Del venezolano Hugo Chávez al ruso Vladímir Putin, los nuevos dictadores que actualmente se perpetúan en el poder tienen herramientas muy distintas a las de sus predecesores del siglo pasado como Hitler o Stalin. ¿Qué cambió en las últimas décadas?
A lo largo del siglo XX, dictadores como Adolf Hitler, Iósiv Stalin, Mao Zedong ejercieron su poder a través de la violencia, el terror y la imposición ideológica. Sin embargo, las cosas -y los dictadores- han cambiado. En las últimas décadas, pudo observarse una nueva generación de líderes fuertes y prepotentes que han adaptado el gobierno autoritario a un mundo más complejo y globalmente interconectado gracias al uso de los medios de comunicación y las redes sociales.
En lugar de recurrir a la represión abierta y masiva, figuras como el ruso Vladímir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan y el húngaro Viktor Orbán controlan a sus ciudadanos mediante la manipulación de la información y la simulación de procesos democráticos. Así, estos líderes autoritarios distorsionan las noticias para ganarse el apoyo público, proyectar una imagen de competencia y ocultar la censura. Además, utilizan las instituciones democráticas para socavar la propia democracia, al mismo tiempo que buscan beneficios financieros y reputacionales a nivel internacional.
En Los nuevos dictadores, los destacados académicos Sergei Guriev y Daniel Treisman investigan en profundidad esta nueva forma de autoritarismo, y explican cómo surgen y operan estos líderes manipuladores del siglo XXI, así como analizan las amenazas que representan y cómo nuestras democracias deben responder a ellas.
Editado por Deusto, el libro rastrea el origen de estos métodos menos violentos y más sutiles para mantener el poder, tomando como ejemplos a líderes como Lee Kuan Yew en Singapur y Alberto Fujimori en Perú. El libro detalla las diferencias entre estos “dictadores de la manipulación” y otros “dictadores del miedo”, como Kim Jong-un y Bashar al-Assad. Además, explora la preocupante afinidad entre dictadores y presidentes populistas como el estadounidense Donald Trump.
Ficha
Título: Los nuevos dictadores
Autores: Sergei Guriev y Daniel Treisman
Editorial: Deusto
Precio (en Argentina): En digital: $3999
Así empieza “Los nuevos dictadores”
Miedo y manipulación
Los dictadores han cambiado. Los tiranos clásicos del siglo XX —Adolf Hitler, Iósiv Stalin, Mao Zedong— fueron figuras desbordantes responsables de la muerte de millones de personas. Se propusieron construir nuevas civilizaciones dentro de sus fronteras, que protegieron con firmeza y a veces expandieron. Eso significaba controlar no sólo el comportamiento público de la gente, sino también su vida privada. Para hacerlo, crearon un partido disciplinado y una policía secreta brutal. No todos los dictadores de la vieja escuela fueron asesinos genocidas o profetas de algún credo utópico. Pero incluso los menos sanguinarios fueron expertos en transmitir miedo. El terror era su herramienta para todo.
Sin embargo, hacia finales de siglo, algo cambió. En todo el mundo, los hombres fuertes empezaron a aparecer en las reuniones con traje formal en lugar del uniforme militar. La mayoría dejaron de ejecutar a sus oponentes en estadios de fútbol abarrotados. Muchos volaban a la conferencia empresarial que se celebra anualmente en el resort suizo de Davos para codearse con la élite mundial. Estos nuevos dictadores contrataban encuestadores y asesores políticos, hacían programas de radio o televisión a los que los ciudadanos podían llamar y enviaban a sus hijos a estudiar a universidades occidentales. No aflojaron en absoluto el control sobre la población. Al contrario, trabajaron para diseñar instrumentos más eficaces para ejercerlo. Pero lo hicieron mientras actuaban como si fueran demócratas.
No todos los autócratas han dado este paso. Kim Jong-un, de Corea del Norte, y Bashar al Asad, de Siria, podrían aparecer en un álbum de déspotas del siglo XX. En China y en Arabia Saudí, los gobernantes han digitalizado el viejo modelo basado en el miedo, en lugar de sustituirlo. Pero el equilibrio mundial ha cambiado. Entre los líderes no democráticos actuales, la figura representativa ya no es un tirano totalitario como Iósiv Stalin, un carnicero sádico como Idi Amin o incluso un general reaccionario como Augusto Pinochet. Es un manipulador hábil, como Viktor Orbán de Hungría o Lee Hsien Loong de Singapur, gobernantes que fingen ser humildes servidores del pueblo.
Este nuevo modelo se basa en una idea brillante. El objetivo principal sigue siendo el mismo: monopolizar el poder político.
Pero los hombres fuertes de ahora son conscientes de que, en la situación actual, la violencia no siempre es necesaria, o ni siquiera conveniente. En lugar de aterrorizar a los ciudadanos, un gobernante hábil puede controlarlos si reconfigura las creencias de su pueblo sobre el mundo. Puede engañarlos para que se conformen e incluso lo aprueben con entusiasmo. En lugar de reprimir con dureza, los nuevos dictadores manipulan la información. Al igual que hacen los asesores de comunicación política en una democracia, retuercen las noticias para conseguir apoyo. Son dictadores de la manipulación.
El rompecabezas de Putin
Llegamos a este tema a través de un caso particular. En marzo de 2000, los rusos eligieron presidente de la Federación Rusa a un antiguo teniente coronel del KGB con poca experiencia política, Vladímir Putin, quien aseguró que aceptaba los principios de la democracia, aunque la realidad era que sus instintos tiraban claramente en otra dirección. Durante algún tiempo, no fue obvio —quizá ni siquiera para él— hacia dónde llevaría a su país. Con el gran crecimiento de la economía, su popularidad se disparó. Putin mantuvo la apariencia democrática mientras hacía hincapié en la necesidad de construir un Estado moderno y cohesionado. Al principio, la centralización del control pareció razonable, tras la turbulenta década de 1990. Pero siguió adelante y, pasado un tiempo, resultó evidente que las medidas que estaba adoptando para fortalecer el Poder Ejecutivo —su poder— estaban debilitando los controles y equilibrios. El margen para el debate opositor político se estrechó.
El ariete que rompió las ataduras democráticas fue la propia popularidad de Putin. La utilizó para conseguir que sus partidarios fueran elegidos en el Parlamento y para intimidar a los indisciplinados gobernadores regionales del país. Con una mezcla de imposición de la ley y apoyos empresariales, domesticó a los medios de comunicación, que habían estado dominados por magnates, pero eran competitivos. Aunque mantuvo la celebración de elecciones nacionales, él y sus colaboradores dejaron cada vez menos al azar. Putin y su partido, Rusia Unida, habrían podido ganar casi siempre unas elecciones libres y justas. Aun así, recurrieron a presiones y engaños para inflar sus grandes victorias.
Las democracias nunca son perfectas. Durante un tiempo, las deficiencias de la política rusa se parecieron mucho a las de otros países semilibres y de renta media, como Argentina, México y Rumanía. Esos Estados casi siempre padecen corrupción, elecciones poco limpias y una poco asegurada libertad de prensa. Los líderes políticos abusan con frecuencia de su autoridad sobre la policía y los jueces. Con todo, estos fallos suelen coexistir con cierta rendición de cuentas ante los ciudadanos.
Sin embargo, cuando Putin volvió a la presidencia en 2012, después de cuatro años como primer ministro, era evidente que estaba utilizando una estrategia diferente. A finales de 2011, una oleada de manifestaciones se había extendido, por Moscú y otras ciudades, en protesta por el fraude en las elecciones parlamentarias de ese año. La visión de hasta cien mil personas en las calles alarmó a Putin y a sus asesores. Contraatacaron y detuvieron a manifestantes pacíficos, expulsaron del Parlamento a los políticos desleales y acosaron a los medios de comunicación independientes que quedaban.
Ambos observamos de cerca el desarrollo de este proceso. Serguéi dirigía una universidad en Moscú especializada en economía y asesoraba al gobierno ruso. Daniel era profesor en Occidente, donde estudiaba la política poscomunista de Rusia. En la primavera de 2013, Serguéi recibió la visita de unos agentes de seguridad de Putin, que se incautaron de sus correos electrónicos y copiaron el disco duro de su ordenador. Había participado en la redacción de un análisis decisivo sobre la última sentencia judicial contra Mijaíl Jodorkovski, un multimillonario que había sido encarcelado acusado de cargos dudosos. Al parecer, al Kremlin no le gustó este análisis. Poco después, Serguéi se trasladó a Francia.
El sistema que Putin ha forjado en Rusia es claramente autoritario. Pero se trata de un tipo de autoritarismo inusual. A diferencia de Stalin, Putin no ha asesinado a millones de personas ni ha encarcelado a otras tantas. Incluso Leonid Brézhnev, que lideró la Unión Soviética en una última fase menos dura, entre 1964 y 1982, encerró a miles de disidentes en campos de trabajo y hospitales psiquiátricos, prohibió todos los partidos de la oposición y no celebró elecciones que fueran mínimamente competitivas. No estaba permitido que la oposición celebrara mítines. Todos los medios de comunicación transmitían un discurso ideológico tedioso. Las emisoras de radio extranjeras estaban bloqueadas y un oxidado telón de acero impedía viajar al extranjero a la mayoría de los ciudadanos.
El régimen de Putin, que ya tiene más de veinte años, es diferente. No ha seguido el estilo de censura soviético. Se pueden publicar periódicos o libros que llamen dictador al hombre del Kremlin. El truco está en que la mayoría de la gente no quiere leerlos. El sistema tampoco se ha basado en el miedo, aunque eso tal vez esté cambiando ahora. Se producen actos esporádicos de violencia política, normalmente en circunstancias turbias, pero el Kremlin siempre niega cualquier responsabilidad. Y, aunque los rivales políticos de Putin están cada vez más preocupados, la mayoría de los rusos no parecen asustados. Muchos han aceptado sin problema la visión sesgada de la realidad que los medios de comunicación de Putin han contribuido a formar. Durante el comunismo, las autoridades intentaban crear, con los desfiles del Primero de Mayo y las elecciones rituales, una ilusión de consentimiento. Con Putin, muchos rusos consintieron las ilusiones.
Cuando empezamos a examinar el sistema que estaba surgiendo, nos dimos cuenta de que el estilo de gobierno de Putin no era único. Desde Hugo Chávez en Venezuela hasta Viktor Orbán en Hungría, los líderes no democráticos estaban utilizando un conjunto de técnicas comunes. Bastantes de ellos se inspiraban en el pionero de este nuevo estilo, Lee Kuan Yew. A partir de la década de 1960, el que durante muchos años fue líder de Singapur convirtió su país en un formidable modelo de control político. Tal vez parezca sorprendente. Singapur dice ser una democracia, y a menudo se la considera como tal. Celebra elecciones periódicas. Pero una innovación clave de los nuevos autócratas es precisamente afirmar que son democráticos. «Usted tiene derecho a llamarme lo que quiera —replicó Lee en una ocasión a un periodista crítico—, pero… ¿necesito ser un dictador cuando puedo ganar sin esfuerzo alguno?» Se le olvidó añadir que ganar siempre, sin esfuerzo alguno, era la señal que identifica a un dictador moderno.
Víctimas de violencia desatada en Venezuela en 2017 esperan que el Tribunal Penal Internacional (TPI) reconozca que fueron perseguidas por la defensa de sus derechos políticos y sociales. Que se demuestre, en definitiva, que las violaciones y abusos padecidos en ese contexto constituyen crímenes contra la humanidad y que pueda haber una forma de reparación. Su voz ha planeado sobre la Sala de Apelaciones de la corte que ha cerrado este miércoles dos jornadas de sesiones sobre la investigación que la Fiscalía espera llevar a cabo en el país sudamericano.
La defensa del Gobierno de Venezuela niega la existencia de un plan estatal de represión y considera que la presencia del TPI en este asunto responde a intereses políticos externos. Los fiscales, sin embargo, señalan que la labor judicial de Caracas es escasa y temen que haya un vacío de impunidad. Los jueces deberán decidir a partir de ahora si la Fiscalía puede seguir adelante con el caso.
La CPI escucha por primera vez a las víctimas de las protestas de 2017 en Venezuela.
Es la primera vez que las víctimas venezolanas de las protestas antigubernamentales llevadas a cabo entre abril y julio de 2017, en las que hubo más de cien muertos, hacían oír su voz. No lo han hecho en persona sino a través de Paolina Massidda, abogado principal de la Oficina del Defensor Público para la Víctimas (OPCV en sus siglas en inglés) del TPI. “En este mismo momento, mientras hablamos, se siguen cometiendo delitos con impunidad en Venezuela”, ha dicho. Después de asegurar que las autoridades venezolanas “no investigan como lo haría a Fiscalía del TPI”, ha recalcado que el sufrimiento de los que han padecido una violación o de abusos sexuales “es específico en el marco de una persecución”. “No se pueden investigar estos delitos a escala nacional como si fueran solo actos de crueldad. Hay que demostrar la intención discriminatoria y debe reconocerse el contexto”, ha dicho.
Massidda ha indicado que los tribunales venezolanos han desestimado casos de esta índole, “pero hay actos de tortura y violaciones en centros de detención; amenazas y opositores políticos detenidos ilegalmente; abusos a las víctimas y a sus familias”. Las víctimas, ha concluido, “buscan justicia y esperan que se confirme la reanudación de las investigaciones de la Fiscalía”. “Solo un enfoque global permitirá averiguar la verdad”.
Frente a ella, el británico Ben Emmerson, uno de los abogados contratados por el Gobierno venezolano, ha negado que el TPI tenga competencia en este caso, “a menos que hubiera una política estatal de represión, cosa que negamos”. Al referirse a las peticiones de justicia de las víctimas de violaciones ha sido cortante. Ha dicho:
“Esa retórica de los sentimientos se puede aplicar a muchos crímenes. Aquí se ha inventado una política de Estado generalizada inexistente para acudir al TPI, y una usurpación de la función judicial por parte de la Fiscalía. Venezuela ya investiga cada caso basado en sus propios hechos”.
Ben Emmerson, el abogado defensor de Nicolás Maduro en la CPI
Su tono exaltado ha sido considerado poco adecuado por los jueces de la Sala de Apelación, que han pedido poco después a todos los presentes buenos modales ante un tribunal de justicia.
De 6.973 muertes violentas en Venezuela, en el año, 58,3% están en “averiguación” de autoría, lo que viola el Protocolo de Bogotá del año 2015, según el OVV
Un total de 4.064 muertes violentas en Venezuela quedaron “en averiguación”, es decir, en “caja negra”, sin que las autoridades determinaran las causas y autores de esos homicidios al cierre de 2023, señala el informe del Observatorio Venezolano de Violencia correspondiente a este año.
Esta cantidad representa el 58,3% del total de 6.973 homicidios reportados en el año y constituye no solo la cifra más alta en la categorización de muertes violentas realizada por el OVV, sino que además sobrepasa 14 veces los estándares intencionales sobre muertes por causas indeterminadas.“El Protocolo de Bogotá de 2015 establece que este tipo de muertes no deben exceder de 10% de los fallecidos en homicidios por intervenciones policiales, límite establecido como aceptable para esta categoría de muertes violentas a nivel internacional”, señala el informe presentado en Venezuela, este 28 de diciembre.
Muertes sin investigación
Aunque la cifra muertes en averiguación se redujo en 3,7% al bajar de 61,9% en 2022 a 58,3% en 2023, esta puede interpretarse de dos maneras, explica el sociólogo Roberto Briceño-León, director del OVV, especialista en violencia urbana y miembro vitalicio de la Academia de Ciencias de América Latina.
“Una, podría deberse a la incapacidad de investigación y resolución, porque están desbordados, aunque esto contrasta con la actitud de cuando quieren resolver algo”.
“Pero la explicación apunta a no desear que se conozca la verdad de las causas de muerte. Como se ha venido dando desde el pasado, obedecería a una forma de esconder otros tipos de muertes que no quieren ser contabilizadas, como muertes por intervención policial o por acción de las bandas criminales que actúan, y eso se advierte cuando se ve la reducción de muertes por esa categoría y entran en sospecha”.
Venezuela, ¿menos homicidios?
De acuerdo con el OVV, el año 2023 cierra con 6.973 muertes violentas, de los cuales 1.956 son víctimas de homicidios cometidos por delincuentes y 953 fallecidos en acciones de intervención policial, además de las que están en averiguación.
A pesar de que las cifras disminuyeron 25% en su conjunto, en relación con los años 2021 y 2022 (9.447 y 9.367, respectivamente), “la composición interna de las causas de las muertes violentas se mantuvo bastante similar a las observadas en el año 2022”, indica el OVV. Solo las víctimas de homicidios se incrementaron en 3,2 puntos porcentuales al crecer en su participación del 24,9% el año pasado, a representar el 28,1% en este año.
En general, en 2023 hubo un promedio de 581 personas muertas violentamente por mes, 134 por semana y 19 cada día. Las atribuidas a la acción policial fueron en promedio 79 por mes, 18 cada semana, 3 cada día del año. Las dos terceras partes (66%) de las víctimas de homicidios tenían entre 15 y 44 años de edad.
Criminalidad más que inseguridad
Venezuela, sin embargo, continúa en el ranking de países más violentos de América Latina y se le considera también uno de los más peligrosos. Esto, aunque el primer lugar lo ocupa Ecuador, según el informe.
El Observatorio precisa que los eventos violentos ocurrieron “durante todos los meses del año con un promedio en torno a los 600 por mes”, y que la mayor parte de las víctimas de homicidio, 71%, “no tenían antecedentes policiales, mientras que entre los fallecidos en las intervenciones policiales el 64% sí tenía antecedentes”.
Un aspecto resaltante del informe es las cifras de “desaparecidos”: 1.443 personas en 2023, una tasa de 5,5 por cada cien mil habitantes. “Esta categoría representa una incógnita sobre las reales magnitudes de las muertes violentas que con la poca información disponible resulta imposible de despejar”, advierte.
“En Venezuela puede haber disminuido la percepción de la inseguridad lo que tiene que ver con algunas realidades en el país, pero eso no tiene que ver con la criminalidad que ha mutado y se ha reforzado con las bandas criminales poderosas que generan sensación de seguridad porque controlan territorios, pequeñas pandillas que asimilan o matan, y delitos menores”, explicó Briceño-León.
Otras cifras
El informe también se detalla que el Distrito Capital con 50,8 víctimas y el estado Miranda con 41 tuvieron la tasa de muertes violentas superior a 40 por 100 mil habitantes, lo que las coloca como las entidades más violentas del país, junto a Bolívar (38,5), La Guaira (36,4) y Amazonas (33,4), la tercera y última tierras de minería ilegal.
La tasa de suicidios o muertes autoinfligidas, como se denomina en el informe, es de 8,2 muertes por cada 100 mil habitantes y en los estados andinos, particularmente en Mérida, fue la más elevada, con 15,5 muertes por cada 100 mil habitantes.
Pero la moral de los venezolanos también aumentó, a pesar de la crisis económica que el régimen de Maduro no termina de resolver. El 88% de encuestados manifestó “profundo rechazo moral” a que jóvenes incurran en delitos para salir de la pobreza, mientras que en el restante 12%, una cuarta parte, 3% expresó que sí lo aprobaba y lo justificaba.